No me pregunten cómo habían llegado hasta allí, pero estaban todos. Todos. Cada uno con cinco o seis acompañantes. Asesores, jefes de prensa, escoltas, supongo. El espacio era muy reducido y sus movimientos resultaban trabajosos; sus rostros, difíciles de distinguir. Uno alto, delgado, atlético, cuya blanquísima dentadura contrastaba con el color de su piel, me pareció Obama. Otro, apenas visible por su baja estatura, pese a los zapatos con alza que se intuían por su forma de caminar, debía de ser Sarkozy. Aquella, de anchas caderas y cara redonda, probablemente fuera Angela Merkel, que se dispondría a aplicar mano dura a quienes no siguieran sus dictados económicos. Estaba incluso Hugo Chávez, como prueba, quizás, de que el demonio atraviesa cuantas paredes se le ponen por delante. La elegantísima capa verdosa que llevaba con prestancia identificaba a... este... sí, Hamid Karzai, el presidente afgano, que lucía cual rey medieval de película. No se veía a ninguna de sus compatriotas, acaso porque el burka aún obligado en tan desdichado país, pese a que la invasión imperial prometió terminar con él, hubiera estado mal considerado en reunión de tanto postín.
Zapatero debía de ser aquel de una esquina, al final del pasillo, aislado podría decirse si no fuera porque los doscientos metros cuadrados en que se desarrollaba el encuentro lo hacían imposible. Pertenecer a las generaciones de españoles que no aprendimos idiomas trae aparejadas esas funestas consecuencias. Sonreía a todo lo que le decían, pero era una sonrisa un tanto bobalicona cuyo significado se me escapaba. Uno de piel estirada y cabello sospechosamente más negro que el azabache me pareció Silvio Berlusconi. Las jovencitas que le rodeaban serían, digo yo, sus sobrinas, con aspecto un tanto cansino, que atribuí a los efectos no desvanecidos de la última fiesta en alguna de las mansiones del signori.
Como digo, me resultaba incomprensible cómo habrían llegado hasta allí. Pero tampoco me importaba. Mi preocupación la provocaba otra causa. No era el porqué yo mismo me hallara en aquel lugar, pues a fin de cuentas eso era lo más natural del mundo, sino que, vestido de lo más normalito entre tanta gente de alto copete, por más que buscaba en mis bolsillos no la encontraba. No encontraba algo que suelo llevar siempre encima, pues la ocasión aparece cuando menos se la espera.
Hay que ver cómo se desenvolvían, pese al guirigay, por las habitaciones. Éste entraba en mi propio dormitorio, el mismo desde el que en las tórridas noches veraniegas, con la ventana abierta, el niño que fui contemplaba atónito miles de estrellas. Aquél, en el cuarto de los embalajes, donde juguete que llegaba –el coche de hojalata, el caballito mecánico, el tren al que había que dar cuerda– era descompuesto en segundos, sobrando siempre alguna pieza al intentar devolverlo a su estado primitivo. El de más allá, en el destartalado cuarto de baño ocupado en su casi totalidad por la enorme tina que, cuando se puso, constituía el no va más de la modernidad. Pero, ya digo, me traía al pairo cómo les habría dado por reunirse precisamente allí, en aquel enorme piso que vio transcurrir mi infancia. Creo que incluso aún colgaba de una pared, por encima de la nevera que había que alimentar a diario con barras de hielo, el calendario del año en que vivíamos: 1952. Pero yo no era el niño que entonces fui. Yo era yo, el actual, alguien desesperado porque, por más que lo intentara, por más que afanosamente lo buscara, no encontraba algo con que lograr que le creyeran cuando contara lo sucedido: la pequeña cámara fotográfica que le permitiera inmortalizar el acontecimiento. Yo era yo, el de ahora, el viejo profesor al que retiraron del escenario las circunstancias, el que sueña con cosas rarísimas últimamente. El viejo profesor que en alguna ocasión ha incurrido incluso en el nefando pecado de soñar despierto.
domingo, 21 de marzo de 2010
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